La utopía y la distopía como herramientas de crítica social



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La utopía y la distopía como herramientas de crítica social

Beatriz Abad

Imaginemos una sociedad en la que la propiedad privada no existe, ni el dinero, pero sí la esclavitud. Donde se practica la eutanasia, suministrando al individuo un narcótico letal, y se explotan granjas avícolas con incubadoras artificiales. Una sociedad que organiza al detalle la jornada de sus habitantes y donde, si alguien desea viajar, debe pedir permiso a las autoridades. ¿Qué tipo de sociedad es esta? ¿Es un mundo ideal o una pesadilla?
Gulliver

Los supuestos anteriores, nos parezcan ideales o no, están tomados de la obra Utopía (1516) del humanista Tomás Moro, el primero que utilizó el término, que procede del griego y significa «no lugar», «lugar que no existe» o «buen lugar». Desde entonces, utopía se ha empleado para designar un orden social perfecto pero inalcanzable, un paraíso intangible y contrapuesto al mundo existente.
Aunque Moro dio nombre por primera vez a un tipo de literatura que mezcla lo social, lo filosófico y lo fantástico, resulta difícil localizar en el tiempo la primera utopía, ya que el hombre lleva siglos imaginando sociedades ideales. Una de las más influyentes la trazó Platón en su diálogo La República (siglo IV a. C.), donde argumentaba que, en una sociedad perfecta, la política debía someterse a la moral.
Por otro lado, el término distopía (de cuño anglosajón, no incluido todavía en el Diccionario de la Real Academia Española) fue empleado por vez primera en 1868 por el parlamentario inglés John Stuart Mill para referirse a una utopía negativa. La distopía describe un mundo imaginario claramente indeseable, en el que suele sacrificarse la libertad de sus ciudadanos en beneficio de otros fines, por lo general poco altruistas.
La tradición literaria utópica, que abarca siglos, fue prácticamente sustituida en el siglo XX por esta tendencia pesimista, escéptica, que denominamos distópica. Este giro se produce, en gran parte, porque la idea de «futuro» como representación de una posible mejora social entra en crisis de manera indefinida. Friedrich Nietzsche, que plasmó en sus obras su desconfianza en la ciencia como solución absoluta a todos los problemas de la humanidad, se anticipó a muchos argumentos distópicos, criticando la excesiva mecanización de la vida como consecuencia del imperialismo científico, que la humanidad venera como si de una nueva religión se tratase [1].
Utopía o distopía, ambos modelos surgen del compromiso y el descontento del autor, que se siente incómodo con la sociedad que le ha tocado vivir. Por eso utiliza la ficción prospectiva para exponer su compromiso, su crítica y su esperanza de cambio, llevando en ocasiones sus premisas hasta las últimas consecuencias, construyendo así un marco de referencia donde ubicar sus historias.

Origen de las distopías

Cuando hablamos de distopías, nos encontramos con una seria dificultad: acotar el género (si es que se trata de un género) y fechar sus inicios. Encontramos ya sociedades ficticias claramente indeseables en Los viajes de Gulliver (1726), una sátira que hoy consideraríamos una novela de ciencia ficción, sobre todo el episodio dedicado a la isla volante de Laputa, en la que sus astrónomos, mejorando considerablemente los conocimientos de la época, descubren dos satélites alrededor de Marte. Muy revelador resulta el último viaje, en el que Gulliver llega a la isla de los Houyhnhnms, seres fantásticos con forma de équidos pero que carecen de instinto y se guían por la razón, en oposición a los Yahoos, la raza humana que también habita el país, monstruosa y abyecta [2].
Las novelas de ficción distópica parecen haber heredado los postulados que Thomas Hobbes expuso en Leviatán(1651). En este ensayo sobre la naturaleza humana, Hobbes no considera al hombre como un ser genuinamente bueno, sino todo lo contrario: «El hombre es un lobo para el hombre», llega a afirmar. Por eso, la paz social precisa de una estructura superior que ejerza el poder impidiendo la libertad de los ciudadanos. ¿Resulta familiar, verdad? Comencemos, pues, a desgranar distopías.
En las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX encontramos ya gran cantidad de cuentos y novelas que pueden catalogarse como distópicas. Muy sugerente resulta Planilandia (1884) de Edwin Abbott, novela que cumple una doble función: didáctica, ya que sirve a los estudiantes de matemáticas para comprender las múltiples dimensiones, y a la vez satírica, porque ese mundo «plano» de dos dimensiones representa la rigidez y la estratificación de la sociedad victoriana, en la que las mujeres son líneas (la casta más inferior), los obreros triángulos isósceles, la clase media cuadrados… y así sucesivamente. A mayor número de lados, más estatus. En La máquina del tiempo(1895) de H. G. Wells, el protagonista se traslada varias veces al futuro (cada vez más lejano), pero no encuentra el apogeo de la civilización que andaba buscando, sino estupidez, apocalipsis y horror. El talón de hierro (1907) de Jack London funciona como un alegato contra el capitalismo, donde el sector industrial, fuertemente concentrado, pretende imponer su dominio a la clase obrera, que organiza una revolución para derrocar a su opresor.
Sorprendente por lo que tiene de visionario resulta el cuento La máquina se detiene(1909), de E. M. Forster, que nos advierte del dominio que puede ejercer la tecnología informática en nuestras vidas, adelantándose casi un siglo a la utilización de mensajes instantáneos (e-mail) y a la omnipresencia de Internet. Forster, famoso por otro tipo de novelas (Regreso a Howards EndUna habitación con vistas) hace girar el argumento alrededor de una máquina —que guarda muchas similitudes con nuestros ordenadores conectados a Internet— y preconiza el aislamiento de los individuos, que apenas salen al exterior ni mantienen contacto físico con otros seres humanos.

La crítica a los regímenes totalitarios

En la primera mitad del siglo XX, la ficción distópica arremetió contra los regímenes totalitarios y alumbró, entre otros títulos, tres novelas que muchos críticos consideran clásicas o fundacionales[3]Nosotros (1921), de Evgueni Ivánovich Zamiatin, Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley y 1984 (1948), de George Orwell.
Nosotros, escrita en 1921, no se publicaría en la URSS de Zamiatin hasta la llegada de la Glasnost en los años ochenta. En Nosotros, Zamiatin se burla constantemente del régimen soviético en la estandarización de los individuos (a los que compara con engranajes de una máquina o bailarines autómatas que sacrifican su individualidad en beneficio de la pieza), en la inexistencia de la privacidad (todos los edificios son de cristal), o en la organización milimétrica de todas las actividades diarias (salvo un breve tiempo de asueto, dedicado normalmente al sexo, el resto de la jornada está meticulosamente planificada). Se rinde también culto al ingeniero social, el Gran Benefactor, y, además, el objetivo del Estado consiste en exportar su modelo a otros planetas, lo que inevitablemente recuerda a la internacionalización de la Revolución Rusa[4]. En ocasiones, resulta difícil considerarNosotros como una distopía pura, ya que, salvo un grupo de inconformistas, todos los habitantes del Estado Único son verdaderamente felices y el orden social se mantiene: dos requisitos fundamentales de toda utopía.
La escritora rusa Ayn Rand, posiblemente influenciada por Nosotros, publicó en 1938 una novela corta titulada Himno, de nuevo una dura crítica al estado totalitario ruso. Para advertir de los peligros de la colectivización, Rand sustituye a lo largo de todo su relato el «yo» por el «nosotros» («nuestro nombre es Igualdad 7-2521», dice el protagonista).Himno plantea una sociedad en la que los individuos viven, desde que nacen hasta que mueren, en comunidad: primero en la escuela, después con sus compañeros de oficio —según el trabajo que les asigna el Consejo de las Vocaciones— para terminar sus días en la Casa de los Inútiles. Aunque sitúa la acción en el futuro, describe una sociedad preindustrial, en la que los avances del pasado —como el ferrocarril o la luz eléctrica— permanecen ocultos. La autora construye su crítica asociando la individualidad al progreso y, por tanto, la colectivización al atraso.
En Un mundo feliz vemos de nuevo como los ingenieros sociales han extirpado la individualidad, en este caso mediante el condicionamiento: «todo el mundo pertenece a todo el mundo». Aquí la crítica se dirige de nuevo al Estado, el constructor de una sociedad diseñada por la fecundación in vitro, la clonación y el condicionamiento. Gracias a las enseñanzas de estímulo-respuesta de Pavlov y a la hipnopedia (conocimientos repetidos una y otra vez durante el sueño), los ingenieros de Un mundo feliz pueden modelar perfectamente a sus individuos «desde el origen» y conseguir que amen «su inevitable destino social». Para corregir cualquier tipo de desviación, siempre pueden recurrir a las drogas (el soma), al sexo (los juegos eróticos se fomentan desde la niñez) o a los entretenimientos banales (las películas multisensoriales o el golf electromagnético).
Otros autores decidieron en los años treinta y cuarenta cargar las tintas contra una nueva amenaza que se cernía sobre el continente europeo: el nacionalsocialismo alemán. En la novela Kallocaína (1940) de la escritora sueca Karin Boye [5], vemos de nuevo el control que ejerce el Estado en la vida cotidiana de los ciudadanos. Un control que pretende perfeccionar gracias a la invención de un suero de la verdad (la kallocaína), que hace confesar al paciente —con todo lujo de detalles— lo que el interrogador quiere saber. El autor checoslovaco Karel Capek construyó en La guerra de las salamandras (1936) una divertida sátira contra la esclavitud, el racismo y, por supuesto, el nazismo. Unos anfibios aparentemente indefensos (descubiertos por casualidad en las aguas del Pacífico) aprenderán, bajo el tutelaje de un capitán de barco, la lengua y las costumbres humanas. Las salamandras aprenden tanto que los hombres se dan cuenta de su utilidad como mano de obra y las esclavizan, hasta que ellas consiguen organizarse y se rebelan, librando una guerra por la supremacía mundial.
El antropomorfismo de los animales se ha convertido también en una herramienta muy eficaz para reprobar los regímenes totalitarios. Más ejemplos los encontramos en Rebelión en la granja (1945) de George Orwell, una cruel fábula en la que los animales expulsan a los humanos de una granja e intentan materializar una utopía basada en las enseñanzas de un viejo cerdo. Sin embargo, son precisamente los cerdos los que consiguen someter al resto de los animales, traicionando así los mandamientos que juraron cumplir tras el triunfo de la revolución. El paralelismo con la URSS es claro: aquellos que prometieron liberar a los oprimidos terminan, una vez instalados en el poder, convirtiéndose en tiranos más desmemoriados y cruentos que sus predecesores. Más reciente es la novela gráfica (y también autobiográfica) Maus (1980-1991), del estadounidense Art Spiegelman, que narra las penurias de su padre en los campos de concentración nazis. En ella, y para emular la visión simplista y estereotipada de Hitler (que negaba a los individuos al considerarlos únicamente como miembros de una raza), Spiegelman utiliza animales para representar a las distintas nacionalidades que intervienen en la historia: los ratones son los judíos; los gatos, los alemanes; los cerdos, los polacos; y los perros, los norteamericanos.
Otro recuerdo de los crímenes —esta vez culturales— perpetrados por los nazis (como la quema de miles de libros en la Bebelplatz de Berlín en 1933) nos llega con Farenheit 451 (1953) de Ray Bradbury, publicada en pleno auge del macartismo. En esta distopía, el cuerpo de bomberos no se dedica a extinguir fuegos, sino a buscar y quemar los libros que algunos ciudadanos (considerados subversivos) esconden en sus casas. De nuevo vemos como el conocimiento, la historia o el pasado intentan ocultarse a los ciudadanos para anular su sentido crítico. El mismo rechazo que provocaban las ideas de John el Salvaje en Un mundo feliz (que lograba expresar citando fragmentos de Shakespeare), se manifiesta aquí cuando alguien descubre que su vecino oculta un libro en su casa, por lo que se apresura a delatarle. De esta forma Bradbury señala otro de los grandes pilares que apuntalan los regímenes totalitarios: el espionaje, eufemísticamente llamado «inteligencia».
Retomemos de nuevo los últimos años de la década de los cuarenta para citar la más famosa e influyente de las distopías, 1984. La falta de privacidad expuesta en todas las novelas anteriores encontrará aquí su paroxismo, donde los individuos son escrutados constantemente por un dispositivo audiovisual de control y propaganda (la telepantalla). Al igual que en Nosotros, se repite el culto al líder (aquí, el Gran Hermano, inspirado en la figura de Stalin), la cosificación del individuo (el protagonista, Wilson, también tiene un número de serie) y el miedo constante a ser delatado, incluso por los propios familiares. En 1984 no hay lugar para la esperanza: la oposición al régimen resulta imposible, así como el exilio; ni siquiera los pensamientos son libres y este es, sin duda, uno de los aspectos más inquietantes de la novela. El estado planea perfeccionar el control del pensamiento imponiendo laneolengua, el único idioma del mundo que en lugar de añadir, destruye palabras. De hecho, la subversión del lenguaje y la doctrina del doblepiensa la observamos claramente en las tres principales consignas del sistema («la guerra es la paz», «la libertad es la esclavitud» y «la ignorancia es la fuerza») o en el nombre de los ministerios: el Ministerio de la Verdad es en realidad el Ministerio de la Mentira, ya que la tarea de sus funcionarios consiste en alterar constantemente los hechos del pasado; en el Ministerio del Amor se escenifican las torturas más despiadadas y el Ministerio de la Paz se dedica a promover una guerra que nunca termina.
Veinte años después, en La naranja mecánica (1962), de Anthony Burguess, hallaremos otro ejemplo de distopía sobre el control mental, en la que un peligroso delincuente juvenil, una vez arrestado, es sometido a una terapia conductista que le provocará un profundo rechazo a la violencia que antes practicaba. Burguess alerta sobre el riesgo que supone manipular la mente de los individuos: cuando no es la voluntad humana la que rechaza la violencia, sino el condicionamiento, las consecuencias pueden ser nefastas.

La utopía vacilante

También en el siglo XX encontramos autores que siguen inclinándose por la utopía, como Isaac Asimov en la saga Fundación (conjunto de novelas y cuentos publicados entre 1942 y 1993), donde los científicos aplican un método (la psicohistoria) que, inspirado en el comportamiento de los gases nobles, viene a decir que cada molécula o individuo actúa de forma errática, pero que el comportamiento de la suma de moléculas (la masa) sí que es medible. Gracias a la predicción estadística de los desastres a los que se ve abocada la humanidad, estos podrán mitigarse o, al menos, atenuarse.
También Burrhus Frederic Skinner en Walden Dos (1948) intentó aplicar el conocimiento científico (en este caso, el conductismo) para corregir aquellas deficiencias de la humanidad que impedían el bienestar social. Skinner se inspiró en Walden, la vida en los bosques (1854) [6], testimonio de un experimento social realizado por Henry David Thoreau, que vivió dos años, dos meses y dos días en una cabaña construida por él mismo en mitad de un bosque. Skinner quiso trasladar la «utopía para uno» de Thoreau a un grupo, sosteniendo que la justicia social y el bienestar humano eran predecibles y controlables mediante la aplicación del conductismo. Existe mucha controversia en cuanto a la catalogación de Walden Dos como una utopía[7], ya que según nuestros actuales estándares, la «manipulación mental» y la ingeniería social implican una privación de libertad que inmediatamente se asocia a un universo distópico.
Otra vuelta parcial a la utopía la encontramos en algunas novelas de Ursula K. Le Guin, en especial Los desposeídos: una utopía ambigua (1974), donde nos presenta un planeta (Urras) en el que conviven varios sistemas políticos, pero prevalece el capitalismo. Tiempo atrás, los dirigentes del planeta expulsaron a los ácratas a la luna, donde estos modelaron una sociedad libertaria que logra permanecer estable, aunque con sus imperfecciones, tal como parece anunciarnos la segunda parte del título. Aparte del interés que suscita la aplicación de los ideales anarquistas, Los desposeídos narra el choque entre dos civilizaciones, que no se comprenden entre sí, ya que ambas viven aferradas a sus propios ideales.
También podemos considerar La mano izquierda de la oscuridad (1969) como una aproximación a la utopía, donde la autora desarrolla todos los aspectos de una sociedad neutral, en la que sus habitantes son biológicamente andróginos durante la mayor parte del mes, y en la semana restante desarrollan unas veces características femeninas, otras veces masculinas. Una de las premisas más interesantes que introduce Le Guin es que, una vez eliminada la dicotomía de los dos sexos, la guerra ni siquiera se concibe: es la intriga la que juega un papel relevante en el devenir del planeta.

Las distopías capitalistas

En la década de los cincuenta se publica Mercaderes del espacio (1953), de Frederik Pohl y Cyril M. Kornbluth, que abrió la transición de la ficción distópica inspirada en los totalitarismos a una crítica abierta del capitalismo. Como ya vimos al principio, a finales del siglo XIX y principios del XX ya se publicaron títulos contra este sistema en forma de distopías (como La columna de César, de Ignatius Donnelly, en 1890, o la ya citada El talón de hierro, en 1907). También en Un mundo feliz aparecían ya algunos rasgos típicos del capitalismo (fundamentalmente, el consumismo y la obsolescencia programada), pero en Mercaderes del espacio vemos cómo se ha impuesto la sociedad de consumo gracias a un nuevo método de condicionamiento: la publicidad. Consumir determinados productos proporciona éxito, pero no hacerlo genera exclusión. Los gobernantes están al servicio de las empresas (en uno de los capítulos el presidente del Gobierno de los Estados Unidos le abre la puerta del coche a un empresario) [8]. También se aborda un tema recurrente en la ficción distópica posterior a la II Guerra Mundial: la escasez de recursos como consecuencia de la voracidad del sistema, lo que provoca la huida a otros planetas, en este caso a Venus. Esta escapada de un planeta al borde del apocalipsis ya había sido abordada en Crónicas marcianas (1950) de Ray Bradbury, aunque su objetivo no consistía en criticar el capitalismo sino en ridiculizar, empleando raciones generosas de humor absurdo, dos singularidades ominosas de la historia de la humanidad: el racismo y la guerra.
Dentro de las distopías capitalistas nos encontramos con el ciberpunk, una tendencia que se instaló en la literatura con Neuromante (1984), de William Gibson, novela que, influenciada por la estética del film Blade Runner (1982), afianzó las principales características del subgénero y acuñó términos como matrix o el ciberespacio. Triplemente honrada con los premios más importantes del género (Hugo, Nebula y Phillip K. Dick) mostró la omnipotencia de las grandes corporaciones que, libres del control de los estados, gobiernan de facto y bloquean los derechos sociales de los individuos.
Más ejemplos de cómo podría ser el futuro si el capitalismo continúa pisando el acelerador los encontramos en Snow Cash (1992) de Neal Stephenson —otra novelaciberpunk—, Leyes de mercado (2004), de Richard Morgan, y Una súper triste historia de amor verdadero (2011), de Gary Shteyngart. En esta última, los ciudadanos son juzgados de forma pública y constante según sus niveles de crédito, aparte de depender patológicamente de una versión avanzada de nuestros teléfonos inteligentes (los äpärät).

De la Nueva ola a la actualidad

En los años sesenta, la revista británica New Worlds denominó Nueva ola a una corriente literaria que se desarrolló en las décadas de los sesenta y setenta, y que aglutinó a una serie de autores (entre ellos, John Brunner, James G. Ballard o Thomas M. Disch) que decidieron experimentar con las posibilidades temáticas y estilísticas del género, desmarcándose así de los escritores del pulp.
Como consecuencia de las transformaciones de un mundo cada vez más globalizado, surgen nuevos problemas que la ficción prospectiva no había abordado hasta ahora. Sobre la degradación del medioambiente nos encontramos La trilogía del desastre de John Brunner, compuesta por Todos sobre Zanzíbar (1968), Órbita inestable (1969) yEl rebaño ciego (1973), donde también se abordan los problemas de la superpoblación (muy presente en la década) y la violencia descontrolada.
En este mismo contexto, en medio del debate surgido en Estados Unidos sobre el control de la natalidad, se publica La fuga de Logan (1967) de William F. Nolan, en la que los habitantes deben someterse a un sueño inducido con 21 años. La novela funciona también como un reflejo del creciente culto a la juventud en las sociedades occidentales.
En Alas de la canción (1979), Thomas M. Disch construye una distopía llevando al límite los principales vicios de la sociedad americana conservadora: el provincialismo, la frivolidad, el conformismo, la intolerancia, el narcisismo, etc. Un planteamiento parecido es que utiliza Margaret Atwood en El cuento de la criada (1985), inspirado en el conservadurismo del gobierno de Ronald Reagan y en su retorno a los «valores tradicionales», lo que supuso un ataque frontal a los derechos de las mujeres. Atwood construye su distopía llevando los postulados de la derecha cristiana hasta sus últimas consecuencias.
En Rascacielos (1975), de James G. Ballard, encontramos también que las diferencias sociales vienen determinadas por el precio de la vivienda. En este rascacielos, que Ballard trata como si fuera una sociedad independiente, sin contacto con el exterior, tendrán lugar toda clase de comportamientos salvajes y abusos de poder. En el conjunto de relatos Vermilion Sands (1971) Ballard se inspira en los resorts de lujo para indagar en las relaciones entre las parejas de veraneantes adinerados.
El género distópico no ha perdido proyección en nuestros días, en los que asistimos al éxito de la trilogía Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, el ejemplo más visible de que el género ha arraigado con fuerza en el público juvenil. Ambientado en un tiempo indeterminado en algún lugar de los Estados Unidos, la autora describe un mundo dividido en doce distritos explotados por una ciudad, el Capitol. Cada año, dos niños de cada distrito son elegidos por un sorteo de lotería para competir en los televisados Juegos del Hambre, en los que el último niño vivo resulta ganador. Los peligros de losreality shows fueron ya preconizados por una lista de distopías que comienzan con el cuento La séptima víctima (1954) de Robert Seckley, que plantea un mundo futuro sin guerras pero, para aplacar el instinto violento de algunas personas, organiza un juego retransmitido por televisión llamado «La gran caza». También la trilogía de Collins nos recuerda a El fugitivo (1982) de Stephen King, donde el protagonista participa en un concurso de televisión en el que los participantes son perseguidos por «cazadores» encargados de aniquilarlos.
En los márgenes de este artículo se han quedado muchos títulos que merecerían una reseña, pero en algún momento hay que detenerse. Hemos visto como la ficción utópica y distópica advierte de los problemas futuros inspirándose en los problemas contemporáneos, pero los viajes, muchas veces, son de ida y vuelta: también la sociedad se apoya en estos mundos fantásticos para subrayar sus críticas o justificar sus decisiones. Ahí tenemos a los integrantes del movimiento Anonymous, camuflados tras la máscara de Guy Fawkles, el personaje que Alan Moore tomó prestado para su cómic V de Vendettao la gran cantidad de artículos que han aparecido últimamente en la prensa española comparando el lenguaje de los políticos con la neolengua orwelliana, o las comunidades de Twin Oaks (Virginia, Estados Unidos) y Los Horcones (México), que han llevado a la práctica, aparentemente con éxito, las ideas plasmadas por Skinner enWalden Dos.
Otras veces, simplemente, los malos augurios del género distópico parecen confirmarse; ocurre cuando nos enteramos de que algunas asociaciones de padres de Estados Unidos han prohibido que las bibliotecas escolares adquieran ejemplares de El cuento de la criada, o cuando leemos las filtraciones a la prensa de las prácticas de espionaje masivo llevadas a cabo por la CIA, que salpican al presidente (y premio Nobel de la Paz) Barack Obama. Solo nos queda esperar que, si la realidad supera la ficción, esta, al menos, no sea distópica.

[1]  KEITH BOOKER, M. The distopyan impulse in fiction literature. Fiction as social criticism. Westport, Conn.: Greenwood Press, 1994, pp. 7-8.
[2]  HERNUÑEZ, Pollux. La prehistoria de la ciencia ficción. Madrid: Breviarios del Rey Lear, 2012, pp. 78-80.
[3]  KEITH BOOKER, M. Op. cit.
[4]  Muy recomendable la edición en español que Cátedra (Letras Populares) ha publicado de Nosotros, con una completa introducción de Fernando Ángel Moreno.
[5]  Kallocaína ha sido recientemente publicada en español por la editorial Gallo Nero.
[6]  El comienzo de este ensayo a muchos les resultará familiar: «I went to the woods because I wished to live deliberately…».
[7]  NEWMAN, Bobby. «Discriminating Utopian from dystopian literature: Why is Walden Two considered a dystopia?».The Behaviour Analyst, n.º 2, 1993, pp. 167-175.
[8]  GARCÍA TERESA, Alberto y G. PANADERO, David. «Mercaderes del espacio».Hélice n.º 8, marzo 2008, pp. 32-34.

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